27 dic 2010

EL PAÍS SUBTERRÁNEO DE KUSTURICA

La guerra es un factor común de lucha de territorios y poderes que existe prácticamente desde el origen de las conciencias y la famosa búsqueda de libertades. Las hay Mundiales, en las que pelea medio planeta y termina afectando al Globo completo, las hay fronterizas, que dan de comer a los periodistas y dan de sufrir a los habitantes de pequeños pueblos que no tienen ni la culpa, las hay Civiles, que castigan un corto territorio por diferencias que ante la lógica terminan siendo estúpidas. Y gracias a la guerra se sostienen negocios armamentistas, parlamentos, políticas dictatoriales y "democracias", y logran ser factor de inspiración y de repudio para la opinión, las artes y el pensamiento colectivo. Allí perfectamente cabe el cine. Y Emir Kusturica.

El país subterráneo de Kusturica

Pocos filmes logran excavar la radiografía histórica de una guerra como aquel inolvidable Underground (1995) de este inquieto director europeo, criado musulmán convertido al cristianismo, nacido bosnio y auto proclamado serbio. Entretanta diferencia multicultural, la urgencia de exponer su versión de los hechos se hizo visible después de haber soportado la división de la antigua Yugoslavia y ver las brutalidades cometidas por los ejércitos de sus antiguas repúblicas en la Guerra de los Balcanes. Su talento innegable y su capacidad para estallar en sollozos de hilaridad le produjeron la inquietud de trabajar en conjunto con el guión adaptado de Dusan Kovacevic y comenzar a crear un país metafórico enterrado En y Por la historia.

Un país tan maltratado como Yugoslavia merecía un enfoque tragicómico que le hiciera posible una redención de sus propias huellas. Y Kusturica lo logra con un divertimento de dos horas cuarenta que esconde tras situaciones hilarantes una visión del desdén étnico, del insaciable ansia de poder y gloria, y de la manipulación perversa que se trae la conveniencia personal. Todo plasmado en tres partes que se resumen en una palabra: Guerra.


Blacky, Natalia y Marko, en fiesta bajo tierra


TIERRA DE NAZIS

La invasión nazi es el inicio del filme en un Belgrado marcado por los proyectiles provenientes tanto de los alemanes como de los aliados. Marko y Blacky son amigos comunistas que quieren la liberación de su país y al tiempo trafican armas. Mientras retumban las columnas de las casas en la ciudad por el impacto de la pólvora, el delirio de la fiesta está omnipresente como la cara amable de la guerra con una banda de metales que se mantiene como animadora frenética de la desgracia y la desesperanza. Los nazis entretanto se toman despacio la ciudad y consolidan su poder.

Entre fiestas, chanzas, algo de humor físico que bien podría provocar varios hematomas en los intérpretes hay burla constante de todo un entorno marcado por el drama bélico: Los orgasmos de Marko son cohetes listos para reventar una ciudad entera; las torturas eléctricas a un electricista como Blacky son lluvia sobre mojado que no le funciona al enemigo; el rapto de Natalia en el teatro es una marca machista que existe en Yugoslavia y en el Chicamocha, pueden buscar en el Atlas de las vanidades viriles; las peleas y los encuentros del plomo con los cuerpos son discursos cómicos de brincos, gritos y expresiones inocentes que minimizan el conflicto a un juego de pequeñuelos; pero el mejor recurso es la sobreposición de imágenes ficticias sobre las de archivo reales, un Marko envuelto en las altas esferas del partido de Tito y una Natalia reconocida como la actriz respetable mientras le roba el show en el plano a la Armada Yugoslava.


TIERRA DE TITO

Para sobrellevar la brutalidad de la guerra, los protagonistas de la historia se inventan un mundo alternativo bajo tierra para proteger los intereses fisiológicos de muchos habitantes de Belgrado. Familias enteras se introducen en la ceguera sin sol que les producirá el desconocimiento de la superficie durante años, creyendo el cuento de una ocupación nazi de muchos calendarios, soportando con abnegación la espera de una pronta liberación de la mano de un patriarca idealista engañado como Blacky y de otro engañador como Marko quien es el único que les puede traer noticias desde el mundo de las plantas y el aire puro. Comienza entonces el capítulo de la Guerra Fría, donde Tito instaura su régimen manipulador en el que ordena las cosas a su acomodo y la gente se somete sin reproche con tal de no soportar más balazos. Marko es una especie de Tito que gobierna su país subterráneo con artimañas y verborrea bélica falsa, haciendo uso de viejos documentales, música alemana y simulación de una guerra nazi interminable. Mientras tanto, la gente lívida de no recibir sol se concentra en la fabricación de armas y un tanque de guerra gigante para satisfacer sin saberlo las conveniencias monetarias de Marko y su mujer, Natalia.

Y el elemento que se mantiene omnipresente durante esta tragicomedia es la música: El arma letal de metales de Goran Bregovic plasmada en la banda frenética que acompaña cuanta fiesta se produce en la película, esos aires gitanos tradicionales con ínfulas de rock and roll que animan matrimonios, que promueven peleas, que patrocinan raptos, que evaden la desgracia a pesar de las sentencias proféticas del trompetista que anuncia 'Catástrofe', son muchas veces la motivación para seguir con la alucinante búsqueda del país que nunca existió. Es un carrusel de instrumentos que gira sin cesar, puro vértigo musical que clama por clímax.


Emir Kusturica y el inteligente Soni

Después de veinte años de un engaño calculador, Soni el simio destruye aquel subsuelo con un cañonazo accidental del tanque y da paso a una verdad disfrazada de película de propaganda.Kusturica logra hacer una mofa elegante con un film dentro de otro film, un supuesto homenaje a los héroes de guerra que recrea la época nazi mientras los personajes recién salidos de la catacumba lo creen real, con el odio fascista aún vivo. Incluír las escenas de recreación a través de otro film con un director histérico libran a don Emir de cualquier responsabilidad política y le hacen inmune a la acusación de inclinar la cinta a cualquier partido. Se confirma que aquí no hay tendencia a ningún bando, las preferencias déjenlas al régimen.

Luego de reconciliarse con la luz, Blacky y su hijo logran contemplar el amanecer sin artificios y hay un momento hermoso donde se aprecia la naturaleza de las cosas sin fronteras, sin ideologías políticas, sin mano armada, es el interludio paisajístico en el que el sol es una bendición que va más allá de cualquier diferencia. Pero la instancia es breve y la guerra -perdón, la historia- debe continuar.

TIERRA DE NADIE

La muerte de Tito debilita el estado de las cosas y los privilegios de Marko y sepulta los vestigios del antiguo submundo que aguantó las tinieblas de la ignorancia histórica. Ya no hay nazis, ya no hay comunismo, ahora la diferencia es étnica y el panorama es horroroso. Un médico confirma el comienzo del fin con dos frases, "El Comunismo era como un sótano" (claro símil de toda una maraña manipuladora que cegó muchas mentes durante años) y "No hay Yugoslavia" (la desaparición de una patria que, quizás, alguna vez existió en un mapa). La Guerra Civil es el espacio de terror que cierra el escenario disparatado donde una vez más la sed de poder desangra todo un Estado.

Aquel marco de desolación a comienzo de los noventas es el único momento dramático crudo de toda la cinta, un Cristo pies arriba en plena plaza nos habla de la ausencia total de un Dios y una presencia maligna del hombre mientras se achicharran las fechorías envejecidas de Marko y Natalia en una silla de ruedas que deambula consumida por el fuego, y las campanas suenan su tañido fúnebre cuando Iván (el hermano de Marko) se ahorca en plena iglesia. No puede haber un escenario más desesperanzado y golpeado por la atrocidad racista, después de la frase genial del protagonista que puede resumir toda una guerra balcánica, "No existe la guerra hasta que un hermano mata a otro hermano".




Pero para Emir Kusturica esto no puede terminar así. Y aquella porción de tierra en la que se desarrolla la última fiesta es el premio a tanto aguante. La benévola luz del sol con vacas surgiendo del agua, trompetas tronando de alegría, tartamudos que recuperan el habla perfecta y minusválidos que bailan al son gitano, justifican la reconstrucción de un lugar en el que la división no cabe en el vocabulario, en el que el perdón pesa más que el rencor, y en el que la esperanza tiene más color que el arco iris, porque aún existe ese resquicio que hace a ese director orgullosamente yugoslavo y logra desechar cualquier catálogo micronacionalista que le impongan. Y aunque aquel relato parezca no tener fin como lo afirma el texto de cierre del filme, la nostálgica frase de Iván puede remitir a cualquier nación subterránea, terrícola o etérea a reclamar por su historia, "Había una vez un país".

16 dic 2010

MERLE HAGGARD- BRANDED MAN



Los sonidos campiranos en el país del norte reconocidos en el mundo como country son tan arraigados a su cultura como el vallenato en Colombia o la ranchera en México. Siempre ha sido un género prolífico, extenso en listados de artistas y canciones reconocidas en su país de origen. Y en la década de los sesentas, mientras el Verano del Amor cundía los espíritus juveniles de la cultura hippie en todo América y Jimi Hendrix hacía reventar su guitarra a lloriqueos rebeldes para todo el orbe, los amantes fieles al country se refugiaban en las melodías noveleras de maridos y esposas de Loretta Lynn, la interesante unión libre de lo campirano con el rock and roll de Johnny Cash y las plañideras al margen de la ley de un señor castigado por las triquiñuelas de vida, Merle Haggard.

Un californiano inquieto y siempre travieso tenía muchos roces con la ley por andar brindando concesiones a la malicia y acercarse a la manía de robar mientras la ocasión se lo permitía. Merle tuvo una juventud penal agitada, unos pulmones ávidos de oxígeno ante la persecución y una voluntad de resignación por pasar tres años de su vida en la temible prisión de San Quentin. No iba a imaginar en aquel entonces que su experiencia en el presidio iba a ser motivo de inspiración para muchas de las líricas en su futura discografía, y que encontraría la redención, el perdón consigo mismo y las ganas de emprender una nueva vida. Incluso tuvo un tiempo de disfrute musical mientras tocaba con la banda de la cárcel, que más adelante sería testimonio en vinilo con la canción "I made the Prison Band".

Los bares, Las Vegas y los estudios fueron las siguientes 'guaridas delincuenciales' donde se preveían sus próximos 'crímenes' musicales. Durante toda la década de los sesentas logró afianzar su ritmo y convertirse en estandarte de la corriente del Bakersfield Sound, directamente de California, con dotes más impulsivos en la cadencia , un parentesco mediano con las ondas del rock and roll, un manejo del twang muy particular en las guitarras y una dinámica que rompía con los protocolos y las elegancias orquestadas del sonido de Nashville. Junto a Buck Owens & The Buckaroos, el señor Haggard hizo lo propio con su banda, The Strangers.



Para 1967 ya era reconocido su sonsonete marginal de experiencias de reclusión y de soledad lacrimosa remediada con palmaditas en la garganta repleta de alcohol. El segundo golpe de reconocimiento llegó meses después de haber lanzado su segundo disco I'm a Lonesome Fugitive. Fue en agosto, bajo el sello Capitol. Y la consolidación como la voz musical del presidio se dio con Branded Man / I threw Away the Rose, un manifiesto solitario sin demasiada velocidad, pero con todo el sentimiento melancólico de un hombre que ha vivido la pena carcelaria y la pena de amor con la misma intensidad.

La purga penitenciaria es muy visible en el single más famoso del disco: "Branded Man" es una sollozante marca vivencial plasmada en líricas después de pagar la pena, 'If I live to be a Hundred, I guess I'll never clear my name'. Esa carga que llevaría en su espalda y su conciencia lo haría famoso en todo América y lo convertiría en su bendición, pues la canción llegó al número 1 de las listas country, una especie de perdón por parte de todo el pueblo americano al concederle la entrada de aquella melodía a sus radios. La limpieza de antecedentes penales se la concedería en 1972 el entonces gobernador Ronald Reagan.

La tónica de convicto melódico está presente en las canciones del disco. "I made the Prison Band" es la parte alegre y resuelta con coqueteos sutiles al rock and roll, donde deja de ser la banda criminal para ser el grupo musical. Pero esa es la única cuota optimista. "Don't Get Married" es el lamento del novio que roba un diamante para ofrecerlo como prueba de amor a su Julieta y termina en la celda. Él implora por una espera, 'Julie, Wait for me. Don't get married cause someday I'll be free'. La segunda parte de la historia se refleja en el tema "My hands are Tied", una guasca digna de bar moribundo con tonos rancheros y olorosa a anís seco, que resigna al pobre personaje a cumplir su condena sin amparo y en la más afligida soledad.


Merle y algunos de sus Strangers

The Strangers no eran tan extraños, fue una tropa decidida a acompañar el clamor campirano de Haggard con su talento musical. Se destacan allí nombres como Glen Campbell y Tommy Collins en guitarras, el piano compañero de Glen Hardin y George French, el bajo de Jerry Ward, los tambores de James Gordon y la dama de honor en los vocales y compañera sentimental de Merle, Bonnie Owens, una colaboradora vital con quien recibió premios en interpretación vocal a dúo y sobrevivió a una relación de más de diez años.

Lo curioso es que Bonnie no se asociaba con Merle en cantos idílicos y coros amorosos, todas las líricas eran novelas marcadas por el abandono y el despecho."Somewhere Between" es un aullido a dos voces que combina bien las posibilidades acústicas y eléctricas de las guitarras, y hace visible el deseo del hombre por tener a su pareja pero con un evidente rechazo, una barrera femenina que impide el llamado al amor. Una especie de bolero campirano de gran ejecución en cuerdas camufladas bajo las voces nos habla del maltrato sentimental en "You don't have very Far To Go", el pobre Merle sufre los coletazos de la desolación gracias a un pasado ingrato. "Loneliness is eating me Alive" es el ejemplo puro de desamparo y tristeza del hombre carcomido por la ausencia de su chica, contrastado con un prosaico y elegante fraseo de Haggard, y una magnífica instrumentación de piano y guitarra cercanos al blues. La pesadumbre está a la orden del día en todo el álbum.


Merle Haggard y su compañera vocal y sentimental, Bonnie Owens


Para acompañar la pena -y ahogarla de paso- el recurso primario del personaje rural es la amistad callada y amarga del alcohol, un paliativo que es casi vital -y letal- en este recorrido musical. Los chillidos afinados en cuerdas y voces toman sabores aguardientosos en el primer single del LP, "I threw Away the Rose", donde los instrumentos sufren una resaca melodiosa, causa de todos los tragos que llevaron a la perdición al personaje de la canción: 'Now I'm paying for the days of wine and roses A victim of the drunken life I chose'. Y con la lentitud tambaleante del borracho lleno de arrepentimientos se mueve "Some of Us never Learn", en una soporífera cadencia que llama al vidrio etílico para mantener un 'charmin state' antes de regresar a la realidad. El condenatorio alcohol se lleva los aplausos, borracho de puro country.


La fórmula lenta y nostálgica de la instrumentación sigue funcionando en muchos de sus temas, y a veces se cuelan historias particulares que bien podrían ser películas. Como en el compás que propone "Long Black Limousine" que narra la historia de una chica que busca fortuna y un gran automóvil en la ciudad que regresa a su lugar de origen con su sueño cumplido: Una gran limosina negra la acompaña directo a la tumba, la composición de Bobby George y Vern Stovall lo afirma, 'I guess you finally got your dream You're riding in one of them long black limousines'.




Otro no menos interesante es el novelesco idilio entre un gringo y una latina en "Go Home", una verdadera ranchera, puro country criollo que si no fuera por los cantos parsimoniosos y entonados de Haggard, pudiera pasar por cualquier tema de Javier Solís o Vicente Fernández, entretanto las diferencias culturales entre el anglófono y la charra les impiden materializar su idilio, como el resto de las otras canciones del disco donde el optimismo se esconde y el desamor es incuestionable.

Branded Man/ I threw away the Rose fue sólo el abrebocas de la popularidad que ostentaría más adelante Merle Haggard a partir de su "Okie from Muskogee" y el enorme listado de temas musicales que dominarían la escena del género en los setentas bajo el catálogo de outlaw. De todos modos, la tristeza palpable de amores no correspondidos, remordimientos carcelarios y fraseos aguardientosos fueron más que suficientes para que Haggard obtuviera el perdón del prójimo por sus antiguas argucias de maleante, siempre y cuando no olvidara componer una nueva tonada que lo hiciera sentir de nuevo placenteramente miserable.