29 ene 2012

TERRY GILLIAM Y SUS VIAJES SURREALES


Un hombre vertiginoso encargado de convertir el tiempo y el espacio en bolitas de plastilina y emprender la cruzada por imaginarios infinitos y ávidos de posibilidades. Ese es Terry Gilliam, este viejito bonachón de sonrisa arrugada pero de una enorme imaginación infantil que salió de Minnesota a mostrar el lado amable surrealista y el lado extravagante de un futuro nunca imposible. El cortejo visual a través de sus películas exhibe un regusto por episodios de corte histórico hecho caricatura, y una inocencia mordaz de niño que propone cuentos de hadas sin límite de fantasía.


Sonrisa de niño septuagenario: Terry Gilliam

La risa es el primer elemento que se encuentra abrazando el ojo exponente de Gilliam. Risa de niño, de crítico, de observador, de algún personaje enrevesado. Es precisamente lo enrevesado, lo poco cuerdo, lo enajenado, el segundo ingrediente que toca la mayoría de films con la marca de agua de don Terry. Tenemos entonces una risa loca o una locura graciosa que lleva los hilos de la narración, aderezada con un enorme despliegue de imaginación en la dirección de arte y los espacios de desarrollo de sus historias. Llamamos entonces al surrealismo de su universo particular, este amante del sueño despierto y de los ideales oníricos.

Su paso por el audaz grupo cómico Monty Python sentó las bases para sembrar en sus primeros filmes cultivos de sonrisas medievales, que atravesaron las barreras del tiempo y de paso, se mofaron del sistema con acertados gags dentro de sus escenas. Monty Python and the Holy Grail (1974) es una comedia medieval de bajo presupuesto que se ubica en el espacio del Rey Arturo en la cruzada por encontrar el Santo Grial. Codirigida con Terry Jones, muestra las intenciones visibles de llamar a la carcajada y crear absurdos eficaces. Los trajes de armadura y las luchas enconadas con fuerzas del pasado se reforzaron en su segundo filme Jabberwocky (1977), aún con el patrocinio jocoso de Monty Python y un humor negro que rodea la historia de la caza de un temible dragón. Amante de fantásticos universos, hechizos y recetas mágicas creadoras de absurdo, Gilliam comenzaba a definir sus inclinaciones. Entonces fue cuando quiso juguetear con las estructuras del tiempo y saltar épocas cual niño en campo abierto.



Las primeras risas medievales, con los Monty Python

El primer desorden cronológico lo trajo su cinta Time Bandits (1981), un relato de continuos viajes en el tiempo realizados por una curiosa comitiva de enanos y un niño -cabe recordar a David Rappaport, protagonista de la serie ochentera El Hechicero-; un reparto que incluye a Sean Connery e Ian Holm y una colaboración musical de George Harrison; una tremenda maniobra en arte y locaciones para recrear épocas troyanas, el hundimiento del Titanic o el apogeo napoleónico, en medio de una historia llena de aventuras donde Gilliam comienza a satisfacer su imaginario de infante inquieto. Años después, continuaría con esas emociones ilusorias en Las Aventuras del Barón Munchausen y Hermanos Grimm.

Pero volvamos al tema de la cronología. Pocos ejemplos de tiempo presente para un Terry interesado en saltar las cercas de los calendarios. Luego de cortejar las batallas feudales nos vamos a un futuro. ¡Y qué futuro! El primer gran golpe escenográfico lo carga Brazil (1985), un conglomerado de tuberías informáticas y 'anacronismos de vanguardia' que marcan un futuro
plagado de procedimientos burocráticos y una obsesión por el orden que raya en lo absurdo, con un personaje central que vive absorbido por la rutina de las máquinas y logra escaparse a través de sus sueños mitológicos donde encuentra el amor. Una magistral dirección de arte que cubre los dos universos de Sam (Jonathan Pryce), el futurismo gris y crítico de su realidad y el colorido y fantasioso idilio onírico de sus sueños con monstruos y guerreros. Una trama ingeniosa que logra crear una cómica crítica de un sistema posible colmado de procesos y trabas para respirar, y de una moda estrafalaria que llama a los implantes innecesarios y a la frivolidad de glamour chocante. El único escape se encuentra a través del amor y los sueños. Aquí comienza a hacerse muy visible el asunto de la enajenación mental, los flirteos de Gilliam con los personajes que se expresan a través de la locura.

Terry Gilliam jamás se podrá desprender de las aventuras. Cada vez que publica una nueva película, se siente en el ambiente la idea de niño que se va amoldando a las necesidades de un público adulto. Sucede en Las Aventuras del Barón Munchausen (1988), basado en el personaje de los cuentos de Raspe, con esa característica hambre de peripecias y pasajes jocosos en los que un envejecido Barón recluta de nuevo a sus fieles compañeros dotados de poderes para una última misión. De nuevo, una impecable dirección de arte junto a un destacado trabajo de maquillaje y vestuario, y un reparto respetable con John Neville a la cabeza y las apariciones de Robin Williams, Uma Thurman, Jonathan Pryce y hasta Sting en un cameo. Vuelve el tema de la recreación histórica (siglo XVIII), de las risas de guerra y de golpes como en sus primeras cintas, y se mantiene esa visión de niño que juega al Gran Imaginador.

Pero la década de los noventas modifica el fabuloso mundo del niño Terry y entonces se cuestiona como director para trabajar en temas de corte más reflexivo. Como único ingrediente se sostiene la fijación por recrear personajes alienados o con problemas de cordura. Y el primer loco a destacar en el recorrido noventero es Robin Williams en The Fisher King (1991), un vagabundo con problemas mentales que va en busca del Santo Grial. Por primera vez Gilliam se ubica en tiempo presente, se desprende de universos fantasiosos en el diseño de locaciones y se estaciona en Manhattan, deja descansar a sus amigos del Monty Python que le han colaborado en cintas anteriores, y se involucra un poco más con el drama. Reflexiona con la banalidad materialista, enternece los cuadros de locura y refuerza los lazos de amistad en medio de la disparidad de los personajes protagonistas, un locutor de radio exitoso (Jeff Bridges) y un vagabundo caballeresco (Williams). La película le representó buena crítica, premios y halagos -la actriz secundaria Mercedes Ruehl tiene el Oscar en su casa- y una visión distinta del posible universo Gilliam, quien le brindó las ficciones al vagabundo y las dejó como método de reflexión de la realidad.



Un futuro sin mayor futuro: 12 Monos

El paso exitoso por las realidades de la existencia no le importó al Imaginador, y quiso retomar las quimeras. Y llegó la ficción más adulta e interesante por parte de la dirección de Gilliam, 12 Monos (1995), una de esas joyas post-apocalípticas que critica con sabia locura el consumismo y la evidente demacración del mundo a través de las tecnologías y la experimentación. El relato que juega con la cronología muestra a un Bruce Willis que viene del futuro para intentar prevenir una epidemia viral que acabará con casi la totalidad de la humanidad, al parecer fraguada por un clandestino grupo subversivo conocido como 12 Monos. Una vez más, la locura es gran protagonista: Cuestiona, revela y actúa, con una magistral interpretación de Brad Pitt que ganó Globo de Oro por ese rol de activista deschavetado que lidera los 12 Monos. Repite esa dirección de arte sobrada en méritos, haciendo seguimiento a lo hecho con Brazil y mostrando un mundo futurista de aparataje sombrío con visos industriales, lleno de desespero y toxinas. Destaca el constante sonsonete del bandoneón de Ástor Piazzolla, los eficaces juegos de tiempo en el relato, las tiras cómicas burleteras que ayudan a fomentar la paranoia preapocalíptica y un color blanco impuro, de médico malvado, ese túnel sin retorno que solo brinda condenación. El guión le ayuda a determinar el estilo fílmico a Gilliam, una de las frases de la cinta lo reitera, 'Me escapo de las realidades que aquí me plagan la vida'.

Y la locura continúa, patrocinada por los alucinógenos. En 1998 Terry se aventura a recrear el lisérgico escrito de Hunter Thompson Fear and Loathing in Las Vegas, originando un banquete
de excesos visuales de un mareante color rojo y delirantes paisajes de putrefacción drogadicta. El cubrimiento de un evento motociclístico en Las Vegas es el objetivo de un periodista -un magnífico Johnny Depp- quien va acompañado de su abogado (Benicio del Toro). Sin contar una historia para la posteridad, la película logra captar la esencia audiovisual del exceso en sustancias con un paquete de angulaciones de cámara, disfraces de reptiles, luces de neón que aturden en segundos, algunas ayudas en computador y un set design digno de los setentas en la ciudad de las segundas oportunidades. Rock and roll vivo que acompaña un convertible que atraviesa el desierto, y la enajenación de neuronas de nuevo como exponentes de la cinta. Aquí Gilliam transporta el mundo de aventuras al subconsciente y convierte la realidad en un pesado mundo de libertinaje intravenoso y un fantasioso paisaje que asesina lentamente la década de los sesentas, desplazando el idilio del hippismo por el delirio de las adicciones.

Es la instancia más truculenta a nivel audiovisual de Terry Gilliam. El extraño complemento del exceso llegó mediante la imagen de una niña. Tideland (2005) es un chocante experimento que nos invita a pasear por la visión del mundo de una pequeña que vive en una casa de campo (Jodelle Ferland) y que logra con inocencia mordaz presenciar actos nada infantiles como el sexo, las jeringas y la muerte. Ambiguas las sensaciones que se obtienen al ver una cinta de este carácter, pues ver la naturalidad y ligereza de la niña contrastando con escenas sórdidas y un tanto vomitivas, invita a despojarse de cualquier prejuicio, o a refugiarse en ellos y buscar algo de moral adulta autoimpuesta. Es tal vez la película más controversial de Gilliam, pero es la que consolida su visión cándida de las cosas y el impulso infantil por mostrarse al mundo con aquella inocencia corrosiva que guarda en su sangre. Libre expresión absoluta en relato -basado en la novela de Mitch Cullin-, fantasías que se desarrollan en un espacio rural de Texas atestado de trigo, dirección de arte más sosegada que en sus proyectos de aventura, y una intervención mesurada de post-producción. Sólo para antojarse de pequeña sordidez, cabe recordar la frase cansada de Jeff Bridges como padre de la niña cuando está a punto de inyectarse y ella le sirve el 'platillo' de jeringa: 'Es hora de las vacaciones de papi'.



Corrosiva pero cándida. La ambigua Tideland

Luego de sus polémicos experimentos surrealistas regresamos al regusto de Terry por las aventuras y los cuentos de hadas. El mismo año de Tideland sale a la luz Hermanos Grimm, como una exhibición que busca sencillamente el éxito de taquilla bajo un reparto de lujo y con un título que de una vez va a enganchar a los amantes de los afamados cuentos. No resulta ser otra cosa que un mix de historias de los famosos hermanos, que conjuga escenas de Caperucita Roja, Blanca Nieves, Rapunzel y Hansel y Gretel, que supuestamente fueron originadas en el pueblo de Marbaden. Los hermanos Grimm (Matt Damon y Heath Ledger) son impostores que viven inventando historias de brujas en todos los pueblos que atraviesan, hasta que son descubiertos y obligados a desenmarañar un hechizo real en Marbaden. El relato no es muy enganchador, pero contiene elementos que usualmente Gilliam tiene, una dirección de arte muy pulcra, remontarse a épocas antiguas, dejarse llevar por el imaginario para niños y juntar un reparto con nombres pesados -Monica Bellucci, Ledger y Damon, Jonathan Pryce y un destacado rol de Peter Stormare como el villano Cavaldi- para engrosar su prontuario de películas fantásticas.

La última aparición cinematográfica en exhibición fue El imaginario del Doctor Parnassus (2009), propuesta circense llena de colorido y de un trabajo arduo en post-producción. Se centra en los poderes mentales de un anciano (Christopher Plummer) que tiene la capacidad de crear portales imaginarios al público y hacerlos ver fantasías deseadas. El problema radica en su manía de apostar asuntos comprometedores con el Diablo, un Tom Waits que no lo hace nada mal. Con una interrupción obligada por la muerte de Heath Ledger quien hacía parte del reparto, Gilliam se vio obligado a jugársela con reemplazos múltiples y los nombres de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell. La cinta es un total imaginario, ese universo surrealista que tanto le gusta explorar al director americano, sustentada de nuevo en una dirección de arte intachable, vestuario bien elegido y curiosamente una historia desarrollada en tiempo presente. A pesar de tener una vistosidad suntuosa y universos paralelos inimaginados, esta vez la máquina le gana a la fuerza de la historia, y se queda en el intento. No hay aires cómicos al estilo primario de los Monty Python, no hay crítica social al estilo ochentero de Brazil, y no hay referentes controversiales como en Tideland. Lo que sí sostiene es su discurso de imaginario, crear paisajes a partir de su candidez traviesa, y como siempre, su cuidadoso tratamiento de la escenografía y el arte.

Un pequeño gigante. Terry Gilliam junto a Lily Cole (Dr. Parnassus)

Terry Gilliam parece circular su filmografía con un reloj biológico extraño, comienza siendo niño, llega a una etapa adulta y finaliza de nuevo como infante. Luego del disfrute cómico setentero, camina por la crítica jocosa en los ochentas, pasa luego a la reflexión y los temas adultos en los noventas y retoma las aventuras sin final en la década 2000. Sin embargo, siempre mantuvo el adjetivo de la Locura como punto de partida para sus viajes surreales y sus observaciones de la realidad. La riqueza de sus personajes alienados siempre ha invitado a meditar el mundo que vivimos, y cuando no son seres que sufren de enajenación, están dotados de una alta cuota de imaginación. La misma imaginación que truena todos los días en la mente audaz y alocada de un Gilliam, que como viejo septuagenario, disfruta el contar sus historias como un niño que ostenta su dosis de malicia.








15 ene 2012

DEF LEPPARD- HYSTERIA



No hay un período de la historia donde el llamado hair metal tuviera tanta acogida de jeans rotos, melenas frondosas, cuero y spandex como en el segundo lustro de los ochentas. La oferta no paraba y era vertiginosa, desde las caras bonitas de Skid Row y Poison, pasando por la irreverencia cervecera y sexual de Motley Crue y Warrant, y otros nombres muy vendedores como Bon Jovi o White Lion. Estados Unidos, Gran Bretaña y el resto del mundo gozaban de una euforia colectiva concentrada en idolatrar a los rockstars y sentir el bullicio guitarrero en estadios convulsionados de emoción melenuda. En Sheffield ya contaban con su propio combo de estrellas que no imaginaban una acogida universal de gran magnitud. Def Leppard hizo de su disco Hysteria una emoción ítem colectiva a lo largo y ancho del orbe.

Contaban con buenos antecedentes y una imagen respetable ante el público rockero gracias a su trabajo Pyromania (1983) con una lealtad a las guitarras duras y una rudeza que los ubicaba muy cerca del hard rock sin muchos atavíos pop. Cuatro años duró la gestión de su siguiente disco que contó con varios tropiezos. La salida de su productor estrella Robert John 'Mutt' Lange por desgaste los hizo más frágiles en estudio; el travieso síndrome de la botella obligó a la expulsión del guitarrista Pete Willis; y un desafortunado accidente provocó la pérdida del brazo izquierdo del baterista Rick Allen.




DE LA TRISTEZA A LA HISTERIA

La banda inglesa tuvo que replantear el asunto y solucionar por pasos los contratiempos. Se vinculó como guitarrista a Phil Collen, se adaptó una batería electrónica a las necesidades de Rick Allen quien tomó el reto de tocar con un solo brazo, y después de probar sonidos con otros oídos -Jim Steinman y Nigel Green- a regañadientes regresó 'Mutt' Lange para componer las cosas y proponer un nuevo camino a Def Leppard. El uso osado de la tecnología, los samples y los efectismos, combinados con la base rítmica instrumental marcaron un giro vital en la sonoridad del grupo y crearon una histeria pop que funcionó para las masas. El llamado pop metal se hizo motivo de ovación.

Los resultados no pudieron ser mejores: Más de 20 millones de copias vendidas, figuración de Siete singles en puestos destacados de Billboard y listas múltiples en los dos hemisferios -al mejor estilo del Thriller de Michael Jackson- y una aceptación definitiva en su país de origen. El acoplamiento entre las guitarras de Phil Collen y Steve Clark fue inmediato, la pierna derecha de Allen le sirvió de brazo izquierdo para hacer buena labor en tambores, el bajo minimal pero necesario de Rick Savage cumplió con una tarea pulcra, y la voz de Joe Elliott funcionó de maravilla con el concepto del álbum y lo llevó al reconocimiento de la crítica como una de las mejores gargantas rockeras en la historia.

Una pierna le sirve de brazo. El baterista Rick Allen

DESPEGUE INSTINTIVO

El despegue del disco no preveía la avalancha de éxitos. En EEUU se lanzó como primer sencillo el tema de apertura del álbum "Women", sin mayor figuración en listas. Pero la pista ya mostraba los cambios en sonido: Acceso directo a un hair metal con coqueteos pop, una línea de bajo elemental y una batería que golpetea contundente sin mayor velocidad, mientras Joe Elliott habla del pecado original y de la necesidad instintiva de doncella o meretriz, 'Skin or skin let the love begin/Women'. El tema fue reforzado por un videoclip que muestra la lectura de cómic de un héroe llamado Def Leppard que monta en tabla skate y viaja por distintos planetas luchando contra los alienígenas que aprisionan mujeres robot.

La canción que se lanzó como primer single en el resto del mundo fue la abordable "Animal", una definitiva consolidación del sonido pop-metal que puede agradar a niñas de moña y a mechudos despreocupados, abriendo campo a nuevos adeptos al grupo, pero también generando disgusto en los fans más radicales que reclaman los tiempos de su LP High' N'Dry (1981). "Animal" es un sencillo que se cuela fácil en el oído mientras habla de instinto y desecha el amor, que costó dos años y medio de confección en estudio porque nadie estuvo de acuerdo con su sonido primario, hasta que 'Mutt' Lange le dio la gama deseada. Una energía similar tuvo su canción "Armageddon It" con la misma cadencia y el mismo propósito lírico, buscar el desfogue hormonal hasta el Final de los Tiempos, un 'hair pop' que cayó bien en los tímpanos gringos y llegó al N. 3 en listados. Sexualidad libre que rebosa de alegría melenuda y brinda éxito.

ODIO AL AMOR

Uno de los flancos fuertes de enganche comercial del disco fue sin duda su lado baladístico. Siguiendo el ejemplo de varios en la escena como Whitesnake, Poison o Cinderella , Def Leppard no se quedó atrás y publicó como tercer single "Hysteria", un melódico y sentido pop de guitarras tersas y coros de amor de jean roto que fue motivo de muchas dedicatorias de parejas jóvenes en la época y le dio un honroso puesto 10 en listas americanas. Pero la balada rompedora del disco fue "Love Bites" con un gran trabajo vocal de Elliott, uso de vocoders, efectismos ligeros y una emoción característica del grupo que hoy día la hace reconocer como una de las mejores power ballads de la historia, con un Nº Uno poderoso en Billboard y halagos múltiples de propios y ajenos, que se rasgaron vestiduras dedicando los peligros del amor a sus ex-novias 'If you got love on your sights/Watch out, love bites'. La tercera balada del álbum es la canción de cierre, "Love and Affection", con un tratamiento similar a "Hysteria" en una simple y efectiva melodía que conquista radioescuchas y que nuevamente recalca el tema del instinto y el amor libre, olvida el afecto diurno e invoca la pasión nocturna. Def Leppard no cree en el amor en este disco.

Ingrediente imprescindible del éxito de 1987, su productor. Desde Zambia para el mundo, Robert John 'Mutt' Lange se trajo los elementos de combinación adecuados para el gusto de la audiencia y tuvo momentos grandes en ejecución del disco. Uno de los mejores, "Gods of War", de impecable producción, con sutiles pero oportunos cambios de ritmo en vocales e instrumentos, y un efectista uso de samples de voces de Margaret Thatcher y Ronald Reagan hablando de guerra en una canción -la única del LP- de corte político que degrada el conflicto, 'On a countdown to zero take a ride on the nightmare machine/There ain't gonna be heroes'. El final del tema recuerda por momentos al glorioso "I want you (She's so Heavy)" de The Beatles, mientras revientan los proyectiles y los discursos bélicos encima de la pista, cortesía del afamado productor. Lo mejor de la intervención de Lange se debe a que también deja canciones frescas y sin artilugios al mejor estilo de Pyromania, como "Run Riot", un ágil amotinamiento de hard rock fiel a sus primeros tiempos que invita al desorden de peinado y a un anárquico y feliz momento de agite rockero con un destacado solo de guitarra de Steve Clark.



COHETES AZUCARADOS DE ÉXITO

La tromba que definiría el suceso comercial y la inmediata fama mundial del grupo la promovieron dos canciones, emblemáticas de Leppard hasta el día de hoy. "Pour Some Sugar on Me" es un autoritario golpe sensual que funciona a la perfección en la fórmula de single hard rock, con un golpe de batería implacable, un fraseo provocador, unas guitarras que van creciendo con los minutos y unos coros que llaman a la diabetes libidinosa, una vez más el codiciado almíbar del sexo que les regaló el Nº 2 en USA y la inmortalidad en las listas de canciones inmarcesibles del rock. No tan perpetuo pero sí muy importante en explosión y métodos de producción, "Rocket" fue el último sencillo del Hysteria, que contó con todo el veneno tecnológico de 'Mutt' Lange, un proyectil de guerra victorioso y categórico lleno de efectos, samples del Apollo 11, voces en reversa y un poderío innegable de la banda en la interpretación, con todo y los juguetes del estudio. La pista es un tributo rockero a sus influencias musicales, donde recorren con la letra nombres memorables del género, 'Ziggy, Benny and the jets/Take a rocket/ We just gotta fly'. Un misil rotundo que los llevó a la gloria ida y vuelta.


El tema preferido de las líricas, las mujeres y su dulce fruto, sin importar consecuencias. Como en el caso de "Don't Shoot Shotgun", tema dedicado a las mujeres peligrosas que destilan malicia en su mirada y que hacen caer rendidos a sus pies a unos cuantos mechudos sumisos que piden clemencia y obviamente un poquito de afecto genital en este pop-metal de uptempo dinámico que busca divertimento. Esa diversión impúdica y caliente se mantiene en "Excitable" que con su título lo dice todo, en medio de un ritmo juguetón que en instancias puede caber a comienzos de los ochentas y el new wave, en la canción más antojadiza del álbum que no deja de pedir un poco de satisfacción animal.

Def Leppard causando histeria en 1987

Libido de pelo largo, jeans rotos que se consolidan como iconos pop, un brazo que se impone como mandamás de la percusión, una voz lista para vivir el sueño del rock and roll, una producción que ataca las convenciones del género y rompe con la barrera radical. Es el reflejo de un Hysteria triunfador y perdurable, que todavía se sintoniza en algunas emisoras y que, quebrando la línea entre el rock y el pop, logró hacer consenso en los dos públicos y colarse en las colecciones personales en sus casas. La banda debe agradecer el esfuerzo espontáneo de su productor Lange, las últimas intervenciones en cuerdas de Clark -murió junto al exceso en 1991-, la voluntad corajuda de su baterista Allen, y la fórmula ganadora que los hizo consentidos de las ventas y las listas, aquel hair metal que los mantiene célebres en el circuito musical causando Histeria colectiva en todas las orillas del universo.