18 nov 2016

ÉPICA SELVÁTICA: EL ABRAZO DE LA SERPIENTE



Adentrarse en la selva puede ser un viaje sin retorno. Quienes logran sobrevivir vuelven a la civilización convertidos en nuevos seres. No es una aventura apta para cualquier sujeto, y para entrar en sinergia con la naturaleza es necesario dejarse llevar por una distinta y fabulosa sabiduría ancestral. A Ciro Guerra y Cristina Gallego siempre les inquietó la idea de introducirse en la magia amazónica y nadar en las aguas de un conocimiento ajeno, lleno de mística, gobernado por una cosmogonía inusual, donde la anaconda, el jaguar y los animales selváticos cobran vital importancia para la vida de la tribu. Su terquedad resiliente logró que se hiciera visible en 2015 El Abrazo de la Serpiente.


Ciro Guerra, el mediador del blanco y el indio.
Inspirada en los diarios de viaje de dos exploradores europeos a comienzos del siglo XX, la película desarrolla dos historias similares con un solo protagonista indígena cohiuano, Karamakate, quien revela una personalidad desafiante y recelosa en su juventud, y una serenidad resignada y sin alma en su vejez. El centro de la aventura es la Yakuruna, flor sagrada camuflada en la lejanía que contiene grandes secretos botánicos y espirituales, y por la que los dos exploradores, en épocas distintas, emprenden una azarosa búsqueda junto a Karamakate.

El entrelazado narrativo de las dos historias abre la impresión inmediata de un intenso contraste cultural, donde hay una puja por defender un conocimiento de lado y lado, y en la que entra el recelo como ingrediente crucial para no revelar secretos milenarios. El tono materialista del blanco toma notoriedad en su equipaje vasto, su necesidad ansiosa de comida, su música de vitrola y su ansiedad de explotación industrial; el tono esencial del indígena figura en sus ropajes escasos, sus dietas de prohibición, el sonido del río como música y su respeto por la fauna y flora de la espesa selva. Hay un continuo tira y afloja entre las virtudes y defectos de los dos conocimientos, y durante todo el filme la divergencia es protagonista.

Karamakate, la esencia del ancestro.

Pero el guión de Ciro Guerra y Jacques Toulemonde no sólo se remite a señalar las diferencias culturales, sino visibilizar el continuo perjuicio que el blanco ha causado al indígena por invadir su territorio. La fiebre hostil de las caucheras se expone en cuadros conmovedores, donde el mismo Karamakate grita con furia 'El caucho significa la muerte'. La obligada visión religiosa de Occidente retuerce los pensamientos de los nativos, creando Mesías falsos y oraciones ajenas, alejándolos de su respeto ancestral por la Tierra y los seres vivientes. Mientras tanto, la desconfianza y el recelo crece con las falsas promesas del blanco, quien llega a 'civilizar' el entorno con una tierra prometida desgastada en ladrillo y ansiosa de devorar un verde inocente, próxima víctima del rencor industrial.

Parte de la sorpresa agradable durante ese rodaje de siete semanas fue la selección de actores nativos. Nilbio Torres (Karamakate joven), oriundo de aquel Vaupés cubeo,  se llena de recia personalidad y coraje brutal para enfrentar los rigores del río y las ambiciones del blanco. Entretanto Antonio Bolívar (Karamakate viejo), un septuagenario de la casi extinta tribu ocaina, es un sabio fantasma sin recuerdos, de tensa pasividad, poseedor de una misteriosa sabiduría y un manejo sereno de los tiempos y las pausas. Complementa el reparto de origen indígena Dionisio Ramos, ticuna del Amazonas, con un abnegado papel de sirviente leal del blanco, cómplice y testigo de la magia, la muerte y la belleza del protagonista sin voz pero con gran voto durante todo el filme: el Río, majestuoso, imponente, sabio, dador de vida y muerte, el conducto principal de esta aventura.

Un épico road movie fluvial.
El trabajo de coproducción fue clave para poder sacar adelante este proyecto. Colombia, Argentina y Venezuela unidos en la causa de la odisea aborigen, con un presupuesto ajustado, unas últimas semanas de rodaje difícil y locaciones tan maravillosas como inaccesibles entre las que cuentan el río Igará-Paraná y los imponentes cerros de Mavicure. Fotografía ejemplar en blanco y negro, de aplicada observación en aquel road movie fluvial, remontando brazadas de remo de los primeros años 1900 con un arte y maquillaje cuidadosos, con una producción agotadora que vadeaba caudales y sorteaba obstáculos naturales; la música es reverencial, se entremezcla con la selva monocromática entre cantos indígenas y nos invita a un viaje remoto y sin fronteras; entretanto el montaje juega a dos universos paralelos con un mismo protagonista en décadas distintas, jugando con el río como hilo conductor.

                  

Los reconocimientos en Cannes, la nominación al Oscar y su paseo legendario por varios festivales del mundo son la muestra de un río audiovisual de buen caudal. El homenaje a la cultura amazónica, la denuncia informal del maltrato blanco, la exhibición corajuda de una selva monumental a blanco y negro, el buen recurso humano actoral y técnico, y la enorme capacidad de no dejarse vencer por la corriente hacen de El Abrazo de la Serpiente una película compacta, mística, algo surreal pero sensata, una épica selvática en busca de la sabiduría indígena que cada vez más se refunde entre el verde desconocido de la jungla inmensa.